Comentario
Para entender el aparato institucional de los Austrias hay que partir de un triple planteamiento. El marco general es deudor de los principios del dualismo típico de una sociedad de estados en el que rey y reino participan en el gobierno, correspondiendo al reino el papel de aconsejar y auxiliar al rey y a éste el de gobernar como un monarca preeminente con respeto a todos los privilegios de los estados que componen el reino. En segundo lugar, no se puede olvidar la enorme dimensión que va adquiriendo la tarea de gobierno al sumarse los de tantos territorios y que exigirá un esfuerzo organizativo llevado a cabo desde la corte. En tercer y último lugar, los propios intereses del monarca, que o bien desea robustecer su capacidad voluntaria de decisión dentro de cada reino o bien pretende superar las trabas particularistas que la estructura de su Monarquía le impone en aras de su política internacional.
Esto se puede ver bien en la red de consejos que residían junto al rey en la corte y que es conocida bajo el nombre de polisinodia hispánica. Tribunales y órganos consultivos colegiados al mismo tiempo, unos habían nacido como símbolo del reconocimiento de la distinción entre reinos, otros lo habían hecho para agilizar y facilitar una negociación que no dejaba de crecer o para facilitar el gobierno de materias que se extendían bien al conjunto de toda la Monarquía, bien a varios reinos. De lo que no cabe duda es de que en todos se pudo llegar a sentir la pretensión real de incrementar su poder y su campo de acción.
En un texto clásico -El Concejo y consejeros del Príncipe, Amberes, 1559-, Fadrique Furió Ceriol definió qué era un consejo, aunque él prefiere llamarles siempre concejo: "... es una congregación o ayuntamiento de personas escogidas para aconsejarle (al Príncipe) en todas las concurrencias de paz y de guerra, con que mejor y más fácilmente se le acuerde lo pasado, entienda lo presente, provea en lo por venir, alcance buen suceso en las empresas, huya los inconvenientes, a lo menos (ya que los tales no se pueden evitar) halle modo con que dañe lo menos que se pudiere... Es el Concejo para con el Príncipe como casi todos sus sentidos, su entendimiento, su memoria, sus ojos, sus oídos, su voz, sus pies y manos. Para con el pueblo es padre, es tutor y curador. Y ambos, digo, el Príncipe y su Concejo, son tenientes de Dios acá en la tierra".
Para Furió Ceriol, el consejo es, sin duda, el necesario y principal instrumento de un monarca para que éste pueda, en suma, gobernar un reino -sus ojos, su voz, sus manos-, pero el consejo también tiene obligaciones para con el pueblo -aquí en el sentido de populus como comunidad, no como plebs, la plebe-, del que resulta, nada menos, padre, tutor y curador. Por tanto, no es sólo un útil al servicio de los deseos del rey, sino también un garante de la rectitud del gobierno. Veamos, ahora, qué consejos formaban la polisinodia hispánica.
De cronología muy complicada porque algunos trabajaron en la práctica mucho antes de ser creados formalmente o de recibir instrucciones para su funcionamiento, a finales del siglo XVI la Monarquía poseía un sistema de catorce consejos -trece en la corte y sólo uno, el de Navarra, fuera de ella, en Pamplona- que suelen dividirse en dos grupos en función de su específica vinculación con un territorio o con un tipo de asuntos. La larga lista de consejos entonces existentes se componía de los de Estado, Guerra, Inquisición, Hacienda, Cruzada, Castilla o Real, Cámara de Castilla, Ordenes Militares, Indias, Navarra, Aragón, Italia, Flandes y Borgoña y Portugal.
Juntamente con los territorios, los Austrias heredaron todo un aparato institucional de consejos existentes, aunque, en general, ninguno de ellos se libró de sufrir modificaciones de importancia. Así, fueron mantenidos los consejos de Inquisición, Ordenes Militares, Cruzada, Navarra, Castilla y Aragón, siendo reorganizados estos dos últimos a comienzos de la década de 1520 bajo el impulso de Mercurino Gattinara. Estos años resultaron cruciales para la formación del sistema polisinodial, porque, además de las reformas ya citadas, se crearon los consejos de Estado, Indias y Hacienda, poniéndose las bases del de Guerra. En la segunda mitad del siglo se añadieron al conjunto los de Italia, desgajado del de Aragón, Flandes y Borgoña, Portugal y, por último, la Cámara de Castilla separada del Consejo Real.
El Consejo de Castilla era heredero del antiguo Consejo Real de la monarquía castellano-leonesa y había sufrido una importante reorganización en tiempos de los Reyes Católicos al imponer éstos su conversión en un organismo en el que los letrados iban a tener una presencia dominante. Su Presidencia era considerada "el mayor cargo de justicia que hay en la Cristiandad", en palabras del Conde de Portalegre, pues su principal cometido era la administración de justicia en el reino, de la que el Consejo venía a ser tribunal supremo, pero que también ponía en sus manos las materias de su gobierno general. El gobierno de un reino -la gobernación como se decía- también era una forma de justicia.
De este Consejo acabaría por separarse la llamada Cámara de Castilla que, a partir de 1588, se convirtió en un consejo más con el nombre de Consejo de Cámara o Cámara de Castilla, pero que continuó siendo presidido por el Presidente de Castilla. Desde esa fecha le fue encomendada la importantísima materia de la gracia real, quedando en su ámbito la provisión de cargos en consejos, chancillerías y audiencias, así como las mercedes y el patronazgo regio.
Por su parte, el antiguo Consejo de Aragón fue reorganizado por Carlos I en 1522 sobre la base del que había sido fundado en 1494 para que acompañase en la corte a Fernando el Católico y que, a su vez, se remontaba en origen al antiguo Consejo Real de los monarcas aragoneses. Sus funciones acabarán siendo similares a las desempeñadas por el de Castilla, entrando, por tanto, en materias de justicia y gobierno. Estaba presidido por un Vicecanciller, seis consejeros o regentes, dos por Aragón, Valencia y Cataluña, respectivamente, un tesorero general y cuatro secretarios letrados, uno para cada uno de los dominios peninsulares y otro más para Mallorca-Cerdeña.
El Consejo de la Inquisición, que será conocido como la Suprema, había sido creado en 1483 y siempre se movió en un espacio ambiguo entre la condición de tribunal eclesiástico para la persecución de delitos contra la fe que era propia del Santo Oficio y la pretensión real por controlarlo desde los mismos tiempos fundacionales de los Reyes Católicos. Instancia última de las causas de los tribunales inquisitoriales locales, la Suprema, con el Inquisidor General a la cabeza, se ocupaba del nombramiento de los inquisidores y agentes del Santo Oficio.
También en abierta ambigüedad entre lo eclesiástico y lo real, el Consejo de las Ordenes Militares, cuyo origen se remonta a finales del siglo XV, extendía su campo de actuación al régimen privativo de los caballeros de hábito, ocupándose de velar por la pureza de su sangre a la hora de ingresar en alguna orden, sin olvidar las atribuciones de gobierno y justicia en las tierras de las órdenes militares cuyos maestrazgos fueron incorporados a la Corona de forma perpetua a partir de 1523.
El Consejo de la Cruzada, creado por Juana I en 1509, nació para la recaudación y administración de las llamadas tres gracias (bula de la cruzada, subsidio y excusado) que Roma concedía al Rey Católico para la organización de cruzados como Defensor de la Fe. Era presidido por un Comisario General y su campo de acción abarcaba los territorios de las coronas de Castilla, con las Indias, y Aragón, con Sicilia y Cerdeña.
El Consejo de Navarra era el único que no residía en la corte, sino que se reunía en Pamplona. Su origen se remonta al antiguo Consejo Real de los reyes navarros y fue mantenido como símbolo de su particular agregación a la Monarquía, concluida en 1515. Sus funciones eran similares a las del Consejo de Castilla, abarcando tanto la justicia como el gobierno del reino. Estaba presidido por un Regente y compuesto por seis consejeros.
Creado por Carlos I a comienzos de la década de 1520, el Consejo de Estado era presidido por el monarca que con él consultaba las llamadas materias de Estado, nombre con el que en la época se conocían todos los asuntos referentes a la política exterior de la Monarquía. En este sentido, el de Estado era el único consejo cuyo campo de acción podía abarcar al conjunto de todos los territorios de la Monarquía y parece que en su diseño inicial se contemplaba la función de elemento cohesionador del gobierno de tan dilatado mosaico territorial múltiple, aunque tal iniciativa, patrocinada por Gattinara, no llegó a cuajar definitivamente.
Especial relación con Estado tuvo siempre el Consejo de Guerra, que, en realidad, no era más que una derivación suya que funcionaba desde tiempos de Carlos I. En él entraban consejeros de Estado y militares para la discusión de materias relacionadas con los asuntos de la guerra. En 1586 la antigua Secretaría de Guerra se transformó en un consejo específico, siendo dividida en dos secretarías, una para Mar y otra para Tierra, y fijándose en seis el número de sus miembros.
El Consejo de Indias fue fundado formalmente en 1524, aunque ya en tiempos de los Reyes Católicos se habían puesto las bases de un gobierno específico de las Indias en relación con el Consejo de Castilla. Se componía de un Presidente y un número variable de consejeros que solía cifrarse en cuatro o cinco. Sus atribuciones eran amplísimas pues el Consejo era tribunal supremo para las causas indianas, al tiempo que se ocupaba de las materias de provisión de cargos y de los asuntos relativos al regio patronato en Indias.
También nació en la primera década del reinado de Carlos I el importantísimo Consejo de Hacienda (1523-1525), aunque no recibió plena jurisdicción hasta 1593. Tuvo que ocuparse de la financiación de la Monarquía mediante el control de las rentas y del patrimonio de que se nutría la hacienda real. El Consejo acabó por desbancar completamente el antiguo sistema de Contadurías (Hacienda y Cuentas), ocupándose tanto de la política fiscal como de la obtención de recursos ajenos para la puesta en práctica de la política general de la Monarquía.
Para completar la red polisinodial se contaba con consejos especiales para los territorios de Flandes y Borgoña, Italia y Portugal. El de Flandes y Borgoña no recibió ordenanzas hasta 1588, pero estuvo funcionando con anterioridad como un consejo que acompañaba tanto al Emperador como a Felipe II y con el que se consultaban las materias de los territorios correspondientes a la herencia borgoñona de los Austrias hispanos.
Las materias de Milán, Nápoles y Sicilia fueron separadas del Consejo de Aragón y entregadas por Felipe II a un Consejo de Italia de nueva creación. Se componía de seis consejeros o regentes y sus competencias eran las típicas de tribunal supremo de justicia, sin olvidar las de carácter fiscal y de provisión de cargos para aquellos tres territorios italianos.
Por último, el origen del Consejo de Portugal hay que colocarlo en el Estatuto de las Cortes de Tomar de 1581, acordándose entonces que se crease un órgano consultivo compuesto exclusivamente por portugueses para que se ocupase de todas las materias que, referentes al reino, pudiesen ser tratadas en la corte. En Portugal siguió en pie toda la compleja maquinaria institucional e consejos y tribunales de la Corona de los Avís, quedando para el Consejo de Portugal que residía en la corte como principal actividad las materias de gracia, distribución de mercedes, provisión de dignidades eclesiásticas y nombramiento de oficiales.
La razón última de ser de esta complicada polisinodia era, claro está, la colaboración con el rey en el gobierno de la Monarquía, bien porque los consejos existieran como expresión del dualismo rey-reino característico de la sociedad de estados, bien porque su fundación o reforma se debieran a la necesidad de poner orden en el volumen enorme de materias que había que tratar y que no cesaron de crecer a lo largo de la centuria. Si consideramos la polisinodia desde el primer punto de vista, los consejos venían a ser un límite del poder regio; si, en cambio, hacemos hincapié en el segundo, podían ser un elemento al servicio de los intereses administrativistas del monarca. En cualquier caso, para entender la polisinodia hispánica hay que referirse a las formas de despacho de la Monarquía, es decir, la manera en la que esa función consiliar se traducía en la toma de las decisiones regias que deberían ser puestas en práctica.